Cuentos de otros autores

Este es un espacio creado para aquellos autores que alguna vez pasaron por mis Talleres de Escritura Creativa.  Sus mejores cuentos, podran leerlos aquí: el universo virtual empieza en casa, frente a un ordenador y nunca se sabe en qué rinconcito del planeta se deleitarán leyendo una de nuestras historias.

Nota:  los cuentos aparecerán por orden de  envío INVERSO (los primeros en aparecer son los que he recibido últimamamente).  De algunos autores, encontrarán más de una obra.  Gracias por dejar -al pie de todos los cuentos- tu comentario y evaluación... ¿cuál te ha gustado más?


LA SOLTERONA 
Por Sabina DuAr

Larguirucha, vara de premio, silbido de serpiente.
Necesité cuatro décadas para acostumbrarme a estos apodos.
Ahora me llaman "La Solterona".
He despreciado hombres cultos, rústicos millonarios y hasta asesinos, por el amor de Patricio.
Lo que más me gusta de él, es su nariz recta como trazada con regla y que me llama por el nombre.

-Pero si no eres tan vieja, amiga. Yo me casé a los 46. Y con el mejor camionero de la región -me consoló Paca con sus preciosos ojos y su cabello escaso y descuidado.
-Casi atrapo el ramo de la novia. Huele -le acerqué la mano temblorosa con el corazón a mil.
-Ummm. Tulipanes. Mi flor favorita.
-Cómo lo dejaste escapar... Ger-tru-dis-  me regañó con cada sílaba y me dió un totazo en la frente con la suya.
-No lo sé. No lo sé. La maldita saltó como antílope hambriento y le rapó el ramo al aire soleado y corrió cual gacela saltarina hasta el tronco donde permanecía recostado con las manos en la nuca, el sabor a chicha en la lengua y boleros en el alma, su novio de toda la vida.
El leñador.
El mismo de nariz recta y mirada profunda.
El que soñaba con estudiar artes escénicas y con el que yo soñaba.

Ni el olor a lechona fresca, el chín chín del aguardiente amarillo tomado en pico de botella, las frutas tropicales dispuestas en canastas de bejuco, las tinajas repletas de chicha plantadas en cada esquina de la hacienda, o las caricias atrevidas de Leopolda proponiéndole matrimonio, lograron sacarlo de su coraza.
-¡Es el momento Patricio! Ya estoy harta de tu inercia -le exigió con un grito, antes de arrojarle a la cara la tutumada de chicha que yo le había llevado.
-¡Se acabó Leopolda! Ésto se acabó -sentenció su prometido tomándola de su único brazo, y apartándose de los intrusos (el otro lo perdió en el accidente aéreo donde murió su hermana gemela.
Eran "igualitas" juntas cabían en una caja de fósforos)
Ojos almendrados, cintura de avispa y -aunque me duela reconocerlo- ¡unas nalgas de infarto!  dicen los señores.
La desgraciada descargó toda su frustración sobre su novio hasta destrozar el ramo y se dejó caer hecha añicos como las flores, sobre la grama verde.
Patricio permaneció a la defensiva con su camisa oscura salpicada de tulipanes y el rostro dulce codiciado por las moscas, frente a las burlas de algunos mirones.

De tres zancadas le arrancó el micrófono al animador, después de que Johnny Albino interpretó el bolero "Cosas como tú" y me lo dedicó a mi.

-¡Tranquilos! Aquí no ha pasado nada. Sólo les pido que me escuchen un segundo: -La mujer que yo amo...
En esas estaba, cuando irrumpió el padre de Leopolda y asiéndose del micrófono lo sacó a patadas del escenario.
A veces pienso que los boleros tienen la virtud de hacer milagros.
A pesar de que Patricio y yo siempre creímos eso de que entre primos los hijos salen chuecos.

Con el corazón enloquecido de amor corrí a mi habitación.
Vacié sobre la colcha de retazos, las fotos ajadas y amarillentas que tanto me costó conseguir.
La primera que vi, fue cuando jugámos un partido de básquetbol y él trató de impedirme hacer una cesta. Estuvimos a un segundo del beso.
El mejor acuerdo que logré por ella, fue llevar a un fulano en hombros durante cinco semanas a la escuela.
No terminábamos la secundaria cuando: ¡barril de agua helada!  Patricio se ganó la beca en la misma academia donde estudiaba la infeliz, y los padres de ella lo hospedaron en la casa...
Volví a barajar las fotos y encontré una de primaria en amarillo y negro, con manchas que parecían mapas.   Por ésta me tocó entregarle mis onces y hacerle las tareas durante tres años y medio al holgazán del curso.  A un extremo de la foto, sobresalía del grupo una niña altísima peinada con dos coletas.  En el centro, el que se mete entre mis sueños, de pantalón corto y nariz bonita.  Y a su lado... el hueco de la que hice picadillos con las tijeras.

La camiseta que Patricio botó cuando terminamos de jugar el partido, todavía me queda.
Cada noche me reinvento con los escalofríos de su aroma.
Y aunque no lo crean...  sigo siendo virgen.


BASHERT
Por Zule Kleinbort

Cuando una vecina me comentó las novedades y me contó acerca de la prima de su cuñada, que luego de someterse a un estudio de audición en ambos oídos, decidió aceptar la propuesta de casamiento que había recibido, recordé la conversación que había sostenido con mi abuela mucho tiempo atrás:
-Si es tu bashert, tu corazón se dará cuenta sin pensarlo demasiado - me había contestado la bobe, mi querida abuela, a la que yo había consultado si darle el sí a un compañero de segundo año del secundario, que me había dicho que yo le gustaba y al que finalmente rechacé, no por un dictado de mi corazón, sino porque no podía soportar el color violáceo del acné que le cubría la nariz. La explicación de mi bobe quedó archivada entre los recuerdos más gratos de mi adolescencia, ella me dijo que en idish bashert significa predestinado.
-Para cada persona existe en el mundo otra que nació predestinada a vivir junto a ella. Tal vez sus caminos no se crucen, el mundo es muy grande y muy poblado. Pero cuando dos que son bashert el uno para el otro se encuentran, sus corazones comienzan a latir al mismo ritmo y ésa es la señal: vivirán juntos y felices toda su vida. Aunque a veces se peleen, como el zeide y yo. El zeide era mi abuelo y los dos discutían todo el tiempo. Parecían disfrutar de llevarse la contra, como si quisieran provocar la pelea para luego reconciliarse con miradas cómplices, risas abiertas y abrazos inesperados.
El rumor había corrido por el barrio como un reguero de pólvora, encendiendo esperanzas y desvelos: en el Instituto de Audiometría  que se había abierto recientemente sobre la calle principal, no sólo controlaban el nivel de audición de cada oído y la recepción de los agudos y los graves en toda su escala, sino que el diagnóstico incluía una referencia al prometido de la paciente. Se decía que el informe final confirmaba o no que los novios fuesen bashert uno para el otro. Era fácil adivinar quién había pasado por el Instituto.  Algunas parejas de entre mis conocidos decidieron de pronto casarse, otras se separaron luego de largos años de noviazgo.
El procedimiento era sencillo. Se debía visitar al médico aduciendo un problema de audición y lograr ser enviado a realizar un estudio de los oídos. En el Instituto había que presentar la carta del médico, un formulario de pago y una tercera hoja escrita a mano con el nombre y el apellido del novio o de la novia. Aceptaban sin inconvenientes parejas del mismo sexo, pero las personas casadas que furtivamente habían tratado de entregar esa tercera hoja, la recibieron inmediatamente de vuelta, sellada con una palabra en rojo: "Tarde".  Cuando llegaba tu turno, te hacían pasar a lo que parecía un estudio de grabación y te conectaban unos auriculares en los que escuchabas distintos sonidos. El especialista te formulaba algunas preguntas y anotaba tus respuestas mientras un aparato iba construyendo gráficos sobre una pantalla. Al final recibías un informe impreso de varias hojas con tablas de colores que estaba dirigido a tu médico. Una hoja arrancada de un pequeño anotador de espiral, con tu nombre y el de tu pareja escritos a mano en tinta azul, venía adosada al informe. Debajo de los  nombres estaba el diagnóstico. En algunas de esas hojas  figuraba una sola palabra: "Bashert", en otras sólo renglones vacíos.

Nadie sabía quién escribía en el pequeño anotador. Algunos apostaban a la enfermera rubia de ojos amables que recibía a los pacientes. Otros sospechaban del técnico encargado de los aparatos de medición. Y estaban los que aseguraban haber visto el anotador en el bolsillo de la empleada que limpiaba y servía el té. La encargada de la recepción respondía amablemente a las preguntas al respecto, diciendo que ella no sabía de ningún diagnóstico del corazón que se hiciera en ese instituto.
-Acá revisamos sólo oídos- solía poner fin a las indagaciones curiosas.
-¿No estás segura de que hemos nacido el uno para el otro? - inquirió risueño mi novio cuando le dije que había pedido turno en el instituto de audiometría - Yo pensaba que me estoy por casar con una mujer que piensa racionalmente y no cree en brujerías. ¿Realmente necesitas que la magia confirme nuestro amor?
Me tomé un momento antes de responder.  Había solicitado el turno llevada por un impulso, sin pensar en el efecto que esa acción tendría sobre mi relación con él. En realidad, creo que hay un elemento racional en la confirmación del amor en base al diagnóstico de nuestra capacidad de escuchar. Escuchar al otro y sentir como resuena en nuestro corazón,  tal como mi bobe me enseñó.
-Estoy segura que la magia confirmará que nuestro amor estaba escrito.
-Mmmm… -murmuró mientras me abrazaba- yo ya tengo turno para la semana que viene. ¿Vamos juntos?
Los resultados de las pruebas de audición demostraron que los dos escuchábamos perfectamente. Eso nos bastó para casarnos. Las hojas de anotador con el diagnóstico romántico, decidimos guardarlas en un sobre que abriríamos al festejar nuestro primer aniversario. Ese año pasó y lo dejamos  para el siguiente y así fuimos posponiendo su lectura de un año al otro.

Cuando cumplimos 40 años de casados pensamos que llegó el momento. Invitamos a nuestros  hijos y nietos para leer junto a ellos el famoso veredicto. ¿Aparecería bajo nuestros nombres la palabra bashert escrita con tinta azul?  ¿Y si sólo aparecieran renglones vacíos, saldríamos cada uno por su lado a buscar a nuestros predestinados?  Finalmente buscamos, sí, por todos lados.  Pero por más que buscamos no logramos recordar donde habíamos guardado el sobre con las viejas hojas de anotador.  Y frente a toda la familia nos peleamos ruidosamente, echándonos culpas uno al otro, para luego reconciliarnos con miradas cómplices, una risa explosiva y un entrañable abrazo que, como siempre, nos permitió escuchar a nuestros corazones palpitando la misma melodía. 


AMANECE, QUE NO ES POCO
Por Pedro Muñoz

Esto sucedió un 31 de diciembre en Madrid, aquel 31 de diciembre lluvioso y triste, como tantos otros. Al fin y al cabo, ese día del año parece condenado a ser así. Todas esas explosiones de alegría, de fuegos artificiales, de champaña derramado, siempre me parecieron intentos patéticos de pasar el mal trago.  Cada año me prometía a mi mismo que la próxima Nochevieja la pasaría en una playa del Caribe, viendo atardecer con la espalda apoyada en un cocotero. Ese año tampoco pudo ser.
Ya en la madrugada de año nuevo volvía solo de la fiesta cruzándome con grupos de jóvenes en el lamentable estado habitual, ellos con las corbatas deshechas, ellas tambaleándose peligrosamente sobre los tacones.
Llegando al viaducto de Bailén, que salva una altura considerable sobre la calle Segovia, observé a un joven trepando por unos andamios colocados para la restauración del puente. En un momento de inesperada lucidez, dadas las circunstancias, recordando la trágica historia de suicidas del lugar llegué a la conclusión de que aquel hombre pretendía añadir otro capítulo a la misma.
Eché a correr en su dirección y cuando llegué a su altura, le vi agarrado a la vida con una sola mano, los pies sobre el pretil, la mirada en el vacío, buscando en su desesperación el valor para dar ese último paso.
Comencé a darle voces mientras empezaba a escalar la plataforma en su dirección. No recuerdo que le gritaba. Sí me queda en la memoria, aunque quizás se trate solo de una de sus trampas, una sombra de ironía: que fuera precisamente yo quien intentara razonar lo pertinente de seguir en este mundo, cuando para consumo propio, mi único argumento es haber alcanzado una edad suficiente para considerar la vida un valor en si mismo.
A unos pocos metros de él me detuve.  Desde abajo, viandantes en la calle Segovia, quiero pensar que inconscientes de la auténtica situación, le animaban a voces a que saltara.
Él seguía con la mirada perdida. Era un joven bien parecido, vestido con esmoking, al que ni siquiera el trepar por el andamio le había descompuesto la figura.
-No tendrás un bonito cadáver. Vamos hombre, baja de ahí- le rogué. 
Amanecía. Como telón de fondo el alba empezaba a esbozar la ciudad sin todavía mostrarnos sus arrugas. Pensé que era una hermosa vista.
-Ni siquiera es de noche- musité casi para mi mismo.
Esta vez, él levantó la cabeza y agarrándose con la otra mano, comenzó a sollozar.
Caminando más tarde de vuelta a casa, cuando la luz de la mañana desnudaba el burdo hechizo de la noche, renové mi promesa, hasta hoy incumplida, de que el próximo año sería en el Caribe. 


FIN
Por Joaquín López Toscano

Esto sucedió un 31 de diciembre, aquel 31 de diciembre glauco y funesto.
Mis hermanas se peleaban junto al tocador de mamá. Se disputaban una cajita de terciopelo granate. No podían abrirla. Tenía un cierre minúsculo, un ganchito que solo podía mover algo punzante, como un alfiler.
Yo, la mayor, aparecí en plena trifulca. Les arrebaté la caja de un puntapié y levanté el ganchito con la uña del índice.
“¿Os acordáis de la peli del otro día, la de la Biblia?”
Asintieron suspicaces; las dos rubias, idénticas.
“¿Qué nos explicó papá sobre el Rey Salomón?”
Se estremecieron. (Quizá pensaran en el bebé aquel, descuartizado)
Yo seguí inquietándolas: “¿Vosotras queríais la caja, verdad?”  
La abrí. Lo que codiciaban era un precioso collar de perlas. 
”Pues lo justo es dividirla, como hizo Salomón”.
Arranqué de cuajo las charnelas del estuche granate. Luego agarré el collar con las dos manos:
 “Y os repartís esto también”
Tiré fuerte y las perlas se desparramaron por el cuarto en tinieblas. Estábamos escondidas. Solo entraba la luz del jardín, tenue, del color de las hojas, de los árboles. Las perlas cayeron como si se estrellara un racimo de uvas contra el suelo. Perlas verdes, glaucas. -“Ese verde clarito se dice glauco” – Explicó mamá. “Como tus ojos.”
Esa tarde mi padre les peló las uvas, les quitó las pepitas y les enseñó a  tomárselas.  
-“Tere, cállate, no se van a engollipar. Con cuatro años ya pueden, perfectamente”
Un maldito racimo de uvas verdes. Así las recuerdo ahora, como de jade, tentadoras, esparcidas por el dormitorio.
- ¡¡Niñas, bajad!! ¡¡Van a dar las campanadas!!
Salí corriendo del cuarto. Marina bajó detrás de mí llorando, dándome puñetazos con sus manitas.
- ¡¡Venga, bajad!! ¡¡Las uvas!!
Elenita no bajaba.
- “¡Dejadla, es muy cabezota!”
Lo era. Puedo imaginármela, enrabietada, aguantándose las lágrimas, arrastrándose por el cuarto recogiendo las perlas, verdosas por la luz del jardín.  Elenita frente a sus uvas, nacaradas, apetitosas, pensando: “Ahora me harán caso”, cerrando los ojos, terca, llevándose un puñado a la boca abierta. 
“Asfixia” – dictaminó el forense. “Ingirió doce… Me veo obligado a abrir investigación”
Fue mi último Fin de Año.
Fue el Fin.  


QUE NO, QUE NO PUEDE SER
Por Chus Saiz
La referencia del vuelo había desaparecido del panel informativo. Miré el reloj tratando de buscar una explicación, como si el juego del tiempo pudiera explicar la desaparición. Otro error informático pensé. Pero, y si hubiera desaparecido por…. No, no puede ser. De existir otra grave justificación mi cuerpo hubiera experimentado alguna reacción, quizás el  punzante  dolor de una horrorosa  premonición. Sin embargo lo que sentía eran los nervios del reencuentro, de la reconciliación con Juan
Contaré hasta diez y habrá aparecido la información. Una, dos, tres,…. y la información del vuelo seguía sin aparecer.
-Señorita, por favor compruebe el panel de información. Está incompleto, falta la llegada del vuelo de Londres.  La encargada de información del aeropuerto de Málaga que me atendía, en ese  momento recibió una llamada que la trasformó la cara. Me miró durante un instante,  profundamente,  como apiadándose de mí  y sin mediar palabra  corrió a las oficinas de la central.
Me quedé allí, plantada, perdida sin saber cómo interpretar  la nada: nada de información y ninguna sensación.
 La forma brusca en la que desapareció la asistente me dejó perpleja y volví a buscar la información del vuelo con ansiedad. Había una pareja  a mi lado que buscaba la misma referencia. En un rato ya éramos 10. Diez caras y 20 ojos esperando una referencia. Cuando desde fuera vi  esa perspectiva  un frio me envolvió . ¿Era quizás el signo del mal fario que andaba buscando?
Que no, que no, que no puede ser,  que en ese avión  viene la esperanza de un futuro mejor, la promesa de un amor reencontrado, fortalecido, lleno de proyectos e ilusiones
Empecé a recordar cómo, en el último invierno, la casualidad o el destino hizo que nos encontráramos a la salida de un cine donde proyectaban una review  de la balada del Narayama. Fue La primera película que años antes vimos juntos y que apenas  disfrutamos por la excitación de la primera cita. En aquella época comenzamos una apasionada relación que terminó cuando su trabajo en Londres nos obligó a una distancia que las escasas dos horas de vuelo no lograron reducir por los problemas de Juan en los aeropuertos.
-No sabía que eras de los que repites películas- le dije a modo de saludo.
-No lo soy, hace tiempo que quise ver esta película pero una flaca parlanchina me lo impidió y he querido averiguar que me perdí- me susurró al oído mientras se deleitaba con mi perfume.
Pasamos juntos los siguientes días, hasta que él tuvo que volver a Londres y esta vez empezamos a escribirnos larguísimas cartas, jugando con el tiempo y el deseo a la antigua usanza. Nos volvimos a comprometer y Juan pidió un cambio de destino para trabajar en Málaga. Hoy debía llegar para no irse más.
En esto andaba mi mente cuando escuché a un hombre delgado, vestido de negro  que leía en alto los mensajes recibidos en su  teléfono móvil:
-El vuelo de Londres 347 ha sufrido un accidente. No se tienen noticias del número de supervivientes-
Le miré a la cara y vi a un cuervo. Me estremecí y empecé a temblar mientras repetía - que no, que no puede ser-
Alguien me agarró de los hombros y me condujo a una sala en la que la desesperación y el dolor desfiguraba los rostros de los que allí se encontraban.  Recorrí con la mirada la sala, a cámara lenta, tratando de comprender que estaba pasando, buscando una señal que me indicara que ese no era mi lugar.
-Señorita, le está sonando el teléfono móvil, si no puede contestarlo lo puedo hacer ­ yo, estamos aquí para ayudar en lo que podamos- era la voz de un joven que vestía el chaleco del Servicio de  Asistencia Médica de Urgencia.
No le respondí , pero le mire y le agarré la mano mientras contestaba al teléfono móvil. Era Juan. Al oír su voz rompí a llorar y mis piernas dejaron de mantenerme en pie. El joven me abrazó  evitando que me derrumbara mientras yo sollozaba y asustado me cogió el móvil.
-Servicio de emergencias hablando;  la señorita que ha contestado sufre un ataque de ansiedad. Por favor identifíquese y  dígame en que puedo ayudar- dijo el joven solicito.
-Me llamo Juan Velasco, soy su prometido y tenía que haber cogido el vuelo accidentado  
Juan le explicó que no había podido subir a tiempo al avión porque los servicios de seguridad del aeropuerto de Londres le habían retenido.  Como tantas veces antes,  su nombre coincidía con el de otro Juan Velasco que estaba buscado por la interpol. Esta vez, de la verificación de la identidad se encargó un joven agente que se excedió en el celo y ante la duda optó por retenerlo hasta que llegara su superior.


MAR  DE SARGAZOS
Por Pedro Muñoz

-Tiene que estar- gruñó irritado el viejo desde su silla de ruedas-.  Os dije que cogiérais la foto que estaba encima de la chimenea. Me traéis a esta mierda de residencia... solo os pido una cosa y se os olvida.
-No te pongas así abuelo, ya buscaremos otra -respondió resignado el joven.

El anciano respiró hondo. Le hería el tono condescendiente y el lenguaje corporal de su nieto, que revelaba sus ganas de abandonar ese moridero, salir de nuevo al bullicio de la calle y respirar la bendita contaminación de Madrid. ¿Pero no sentía él lo mismo y acababa de llegar?

-No vuelvas sin ella... por favor –concedió en el último momento.  Y accionando el mando de su silla de ruedas, rodeó la maleta vacía y se colocó frente al balcón dando por terminada la conversación.

No quedaba casi ningún rastro físico de su paso por este mundo: su casa vendida, sus cuadros subastados, su biblioteca probablemente reciclada como pasta de papel. El día que vino la compañía de mudanza, se asombró de la cantidad de trastos que atesoraba y el poco apego que sentía por ellos. Cuando los hombres fueron desnudando las paredes y la miserable mugre de los años salió a la luz, sintió que lo que había sido su hogar no era más que un lugar desangelado lleno de bártulos. No habría derramado una lágrima si un repentino incendio lo hubiera reducido todo a cenizas.
Recién llegado a la residencia, había deshecho la maleta con la ayuda de su nieto y había colocado en una pequeña estantería los escasísimos efectos personales que las normas del centro le permitían: cuatro libros que apenas podía leer, fotos de hijos y nietos y un tarro de cerámica conteniendo monedas de los numerosos países que había visitado en su vida.

Enseguida echó en falta el retrato de su mujer. La foto le había acompañado toda su vida habiéndose convertido en una reliquia itinerante en los múltiples hogares  de su vida nómada. 
En la imagen, una  jovencísima cara llena de pecas enmarcada por una melena corta miraba a la cámara sin sonreír.  Aquel mismo verano, un hijo de puta borracho la atropelló. 
Tras su muerte, su recuerdo se fue apagando con el paso de los años. Fue perdiendo matices. La memoria de su calor, del tono de su voz, se fueron difuminando. Solo quedó su foto como una cáscara hueca de lo que habían visto sus ojos. 
Aquel retrato en la chimenea solo estaba allí, como esas cruces en el camino que nadie sabe quién o porqué las puso allí. Mientras él tuvo planes y ambiciones solo fue un objeto más. Pero cuando el tiempo fue recortándolos y sus proyectos pasaron a ser los de sus hijos, la mirada se fue volviendo hacia el camino dejado atrás. Entonces, aquella imagen fue cobrando protagonismo hasta convertirse en un salvavidas contra el inevitable naufragio de la edad en cuyo remolino se confunden sueños y recuerdos. Se transformó en el único antídoto contra el traidor veneno de la memoria que marchita los recuerdos, apaga su luz hasta que solo queda un cuadro sin vida. Mirando aquella foto todavía era capaz de intuir la magia de aquel amanecer en una arboleda, abrazados en el coche tras una noche de fiesta. Todavía podía verla, desnuda, tendida a su lado después de hacer el amor, como un ángel pálido.
No podía haber perdido esa foto. La necesitaba para saber que no había sido víctima de la única tragedia irreparable que es vivir sin haber amado y sin haber sido amado. Sin ella se convertiría en un zombi sin alma como esos pobres desgraciados de la planta de enfermos de Alzheimer. La necesitaba para atreverse a salir al pasillo y poder cruzarse con todos aquellos ancianos abotargados sin futuro y sin pasado, cuyo presente consiste en una apagada urgencia por tragar el insípido puré de la cena. Necesitaba saber que en la habitación guardaba su tesoro, para no quedar atrapado en un mar de sargazos sin horizonte ni estrellas. La necesitaba, para convencerse de que la vida no es solo una pesadilla sin sentido.
-¡Mírala! ¡Aquí está!- exclamó el joven sobresaltándole.  En contra de lo que el viejo suponía, el muchacho había permanecido en la habitación registrando cuidadosamente todos los compartimentos de la maleta.
Ajeno a la mirada de infinita tristeza de su nieto, el anciano tomó con manos ávidas el portarretrato. Lo colocó en su regazo y contempló con dulzura la ajada foto publicitaria de una desconocida joven modelo en su marco de plata.


SEÑOR  COBRANZA
Por Mariluz Rivera Sierra 

Así le llamaban todos en el pueblo. Nadie sabía su verdadero nombre, ni su procedencia. Algunos decían que era un “lava-perros” de los paramilitares; “un cobrador”, “mandadero”, “un justiciero”, todos le temíamos. Pues ya lo  sabíamos de buena fuente. Los rumores con olor a sangre  que traía el viento de otros pueblos daban fe de sus alcances. Estos rumores eran los testigos indubitables  de que el tipo era capaz de todo.
Su apariencia apocada, su delgadez, su cráneo amplio y entradas prominentes más que lástima daban miedo, añadiendo  un halo de tragedia a su lúgubre mirada, tan profunda que cuando le mirabas directamente a los ojos  tenías la sensación de caer en un pozo vacío del que no podrías salir  jamás. Papá tenía una tienda de abarrotes que había hipotecado, obligado por la crisis que había provocado la toma del pueblo a manos de la guerrilla, dejando a su paso varios muertos y saqueos en la mayoría de los negocios  incluyendo el nuestro.
Mi padre y yo le esperábamos una vez por mes siempre a la misma hora.  Me movía la curiosidad que despertaba en mí aquel personaje. Siempre igual, no podía evitar mirarle de abajo hacia arriba; zapatos clásicos descuidados, pantalón de terlete, siempre con el mismo maletín de cuero viejo y buzo de lana. Todo de color café a excepción de su camisa  a cuadros color crema. Parecía una foto desgastada por el tiempo. Su puntualidad era irritable y asombrosa, el viejo reloj de péndulo de mi padre no se equivocaba nunca, siempre  marcaba cinco para las 12 del medio día  y justo entonces aparecía él, siempre con  su mirada clavada en el piso como si estuviera buscando las huellas de  sus anteriores pasos.  Me daba la impresión  de que sólo vivía y existía en ese momento en que llegaba con  su cara pálida y fea a cobrarnos.
-¡Buenos días!- decía mi padre visiblemente nervioso. Para lo cual nunca había  respuesta, ni siquiera un halo de cordialidad en la mirada del señor cobranza. Sólo una mirada vacía, que primero dirigía a mi padre, luego a mí y después remataba su “hazaña”  mirando a rededor del negocio. Acto seguido se llevaba la mano derecha  a la coyuntura de sus labios   para limpiárselos con dos de sus dedos y limitarse a decir:
-Hoy es veinte y los veinte de cada mes recaudo.
Mi padre ya le estaba dando el dinero antes de que el tipo terminara de hablar. Sin dejar de mirar el dinero que contaba tranquilamente el señor cobranza tomaba mil pesos y como siempre los ponía  sobre el mostrador. Guardaba el resto en su viejo maletín y sin volver a levantar la mirada decía de nuevo:
-Véndame tres chocolatinas jet de las pequeñas.
También  esto mi padre ya lo sabía y siempre se apresuraba a dárselas antes de que terminara su pedido, estaba tan entrenado en el rito de nuestro cobrador como yo. Cobranza tomaba las chocolatinas y sin volver a levantar su pobre mirada, salía del negocio sin decir una palabra. Según marcaba el viejo reloj de péndulo  el rito nunca pasaba  de cuatro minutos. Cuatro minutos que  para mi padre parecían una eternidad.  Ese día decidí seguir a nuestro verdugo, quien siempre se hospedaba  en el “Camino al Cielo”, el único y viejo “hotelucho” del pueblo. Una casa vieja de una sola planta con aires de abolengo y arquitectura española, de grandes ventanas de madera pintadas de color azul clarito. Parece que alguien las hizo solo para mí, para que yo pudiera espiar al hombre más temido de toda la región. Yo que apenas era una jovencita de 12 años.
Lo vi entrar y ,sin saludar, pidió las llaves  de su habitación. Me las arreglé para encontrarlo y espiarlo. Convertí  esa ventana en el confesionario que me revelaría los secretos de cobranza. Quería descubrirlo todo de él. Lo imagine torturando a sus deudores morosos. A  aquellos pobres infelices que no reunieron el dinero para la cuota, aquellos para los que el veinte, no era sólo  una fecha en el calendario,  aquellos para los que el veinte se había convertido en un pase a la otra vida, pero mi sorpresa fue  aún mayor.
Cobranza entró  en su habitación y de manera meticulosa puso sobre el viejo escritorio; el maletín y las tres chocolatinas  que le había comprado a mi padre. Se sentó plácidamente. Algo se estaba trasformando en su mirada. Sacó animoso de su maletín un casete que introdujo en la vieja grabadora, de la cual dudé  que pudiera salir algún sonido. Y de pronto mientras la música comenzaba a sonar, el velo del verdugo se iba cayendo. Cobranza estaba dejando de existir, se estaba trasformando en un ser humano, un ser con luz en los ojos y sonrisa en los labios. Todo este milagro se desvelaba ante mí a través de la ventana de madera pintada de azul de aquel viejo hotel. Y mientras se comía con ganas locas una de sus chocolatinas, animado por la música, cobranza cantaba lleno de emoción.  Esa canción que jamás hubiera imaginado,  esa del cantante de moda, Roberto Carlos. Cantaba como el más inspirado de los artistas, como si las letras y las lágrimas le salieran del alma, como si fueran suyas, como si hubiera nacido en ese instante, cantaba:
-Abre las ventanas al amor…  Deja penetrar su claridad
-Dile no al pasado y su dolor… Sin negar todo lo bueno que te dio
-Piensa en la alegría de vivir… De tener de nuevo una ilusión

http://youtu.be/-uvNrO5Z0Xs   -   Link a la canción completa


¿POR QUÉ EL GENERAL YA NO USA LA DUCHA DEL RITZ DE PARIS?
Por Vivian Schul

Nota de la autora: Cuento incluido en la autobiografía de mi padre llamada “(No) Todo es Verdad”
El general de infantería Karl-Heinrich Von Edelstein siempre había sido madrugador. Desde sus primeros años en la escuela militar de Postdam y luego, como cadete en Dresde, estaba de pie a las cuatro en punto con las botas relucientes y las sábanas estiradas. El oficial de su escuadrón, un tal Hansel Beglech, se divertía haciendo rebotar sobre su frazada una pelota, para  demostrarles a los otros gandules cómo debía tenderse una cama. Esa disciplina maniaca e inflexible lo había llevado lejos. Sin mencionar que le había templado la voluntad y conferido una imbatible confianza en sí mismo,  pues cuando las cosas se hacen como se debe, el orden impera y las sorpresas son imposibles. No por nada lo habían condecorado con la cruz de hierro de primera y segunda categoría, con la orden de caballero teutónico y con las cruces hanseáticas de Bremen, Hamburgo y Lubeck. Uno no se apoderaba de Rotterdam sin un temple de acero y no dirigía sus unidades Panzer hasta Paris sin un entrenamiento implacable. Su don de mandos y su aguante eran genéticos. Provenían de su padre, descendiente de una noble familia militar de Sajonia y de su madre, hija menor de un general bávaro.
A pesar de tener las patillas platinadas y el cráneo despoblado, era admirado y temido por pares y subalternos.
Su desasosiego empezó un jueves de octubre del 1942, a las cinco y diez de la mañana. Fue precisamente a esa hora, pues desde que Karl-Heinrich Von Edelstein habitaba en la suita del hotel Ritz, se metía bajo la ducha helada a las cinco en punto. Ni un minuto antes, ni un minuto después. Si se demoraba el café que madame Laforge le traía a veinte para las seis se volvía soso, dejaba de quemarle y un polvillo se depositaba en el fondo de la taza. El general se enfurecía cuando el último sorbo le dejaba la lengua cubierta de sarro. “¡Este café ha sido recalentado! ¿A qué hora lo  preparó?” se quejaba a la sirvienta, que temblando, le pedía disculpas. ¡Ach! ¡Diese Französisch! No sirven ni para preparar un café.
Eran las cinco y doce, o más bien, las cinco y trece, y el general, luego de frotarse la pierna izquierda con un cepillo de cerdas, miró sin prestar mayor atención el agua que se arremolinaba por el desaguadero.  En ese momento tuvo una sensación de lo más desagradable. Alguien lo estaba observando. La mirada provenía de abajo e instintivamente, se protegió el miembro y los testículos con ambas manos. No pensó más en ello, pero a la mañana siguiente, a la misma hora, volvió a sentirse acosado por una presencia que provenía del fondo de la bañera. Esa noche durmió mal, se dio vueltas en la cama, se tapó y destapó mil veces con las sábanas. ¿Qué le sucedía? Ni en lo más álgido de sus misiones, ni cuando los cañones retumbaban y las botas se hundían en el lodo, había dormido tan mal. Este 24 de Agosto, después de dar la orden para la deportación de los untermenshen a Drancy, había dormido como un recién nacido. Afortunadamente. Era indispensable reunir energías para impedir el caos en esta ciudad tan rebosante de arte, cierto, pero  ¡Cuan degenerada! 
Al cabo de tres  mañanas entró a la tina con determinación. ¿Qué era eso de sentirse intimidado por una ducha? ¡Vamos, a dejarse de niñerías! Pasados los diez minutos no pudo evitar protegerse el miembro con ambas manos, así como hacían los maricas que de tanto en tanto le tocaba interrogar.  
¿Quién es el descarado que me está examinando? Esta vez inspeccionó el baño de cabo a rabo. Todo estaba en orden, la ventana cerrada y vecinos, no los había. Madame Laforge, su mucama personal, mantenía todo al milímetro. Al no descubrir nada y justamente por ello, sintió un escalofrío que superó diciéndose,  ¡Kinderei! (tonteras)
Durmió pésimo durante las noches siguientes. Soñaba con ojos, miles de ojos que lo fijaban desde el techo y cuyas pupilas lo seguían al menor movimiento. Despertaba exhausto y cuando se metía a la ducha, el bajo vientre y las nalgas se le contraían mientras que  los testículos se escabullían en la parte interna del muslo.
 Pasadas dos semanas convocó a un cadete. 
-¡Alguien se ha metido a mi baño! ¡Revise bien el lugar e infórmeme de inmediato!
El cabo trató de disimular su sorpresa. Dos días más tarde se reportó:
-General, los dos muros externos de su suita dan a la Plaza Vendome. Hemos rastreado cada ladrillo hasta el sexto piso y no hemos descubierto ningún lugar donde colgarse. Tampoco los soldados que hacen guardia fuera del hotel han observado nada anormal. Debajo de las losetas de su baño nada sospechoso. Su piso corresponde al techo del Oberbefhlsleiter Whilheim Reich. Pero Nos hemos informado. Antes de que llegásemos a liberar Paris vivía ahí un americano, un tal Ernest Spencer. Lo hemos ubicado pero no entiende nuestras preguntas. Ya lo detuvimos y si usted lo ordena, le vamos a refrescar la memoria. En cuanto al techo, lo habitan varias palomas. Ya les disparamos a todas.
-¿Y Madame Laforge?
-La hemos arrestado y estamos cuestionándola.
Fuera de chillidos, desmayos, cagaderas y de dos entierros, nada salió en claro de los interrogatorios. La embajada americana jamás resolvió el misterio del joven escritor Ernest Spencer desaparecido durante la ocupación de Paris, y nadie reclamó a madame Laforge la solterona.  
Con el pasar de los días el general se mostraba ojeroso y delgado.
No lograba alegrarse durante las noches de baile de los domingos en el gran salón del Ritz, no disfrutaba de la langosta regada con champaña, del pollo relleno de trufas ni de las tartas caramelizadas de manzana al calvados.

Una noche, al entrar al baño a lavarse las manos, le pareció oír voces: provenían de la bañera. Cuando empezó a correr el agua del grifo los sonidos se apagaron. Determinado a atrapar al conspirador, el general dejó la puerta  entreabierta y esperó detrás del dintel. Pasada una hora se sacó las zapatillas y volvió a entrar de puntillas. Se sentó sobre el bidé y aguzó el oído. Percibía una conversación, estaba más que seguro. ¿Lamentos de mujer? La queja provenía del drenaje de la tina. A pesar del espasmo que le agarrotaba el vientre se subió a la artesa y pegó el oído contra el agujero.
-¡Emanuel, ya estoy harta de vivir escondida!, gritaba una voz femenina. ¿Cuándo vamos a salir de aquí?
Un hombre contestó: -Mientras sigan los fascistas, aquí nos quedamos. Ya viste  cómo arrestan a la población. Quiero seguir llevando el apellido Stern por mucho tiempo y tener hijos contigo.
El general, exultando por el descubrimiento, retiró la oreja.
Es entonces que, a través del conducto, vio un iris celeste que lo fijaba. El ojo se desplazó rápidamente y la voz ordenó -¡Emanuel, cállate, hay un nazi ahí afuera!
-¡Soldat! ¿Wer ist Emmanuel Stern? (¿Quién es Emanuel Stern?)
-¡Soldat! ¿Cuánto mide una tubería de desagüe?
-¿Weichen? mein general? (Cuál)
-Como la de una tina.
-Dos o tres centímetros de diámetro mein General.
Karl-Heinrich Von Edelstein parecía perplejo. ¿Unos saboteadores escondidos en las cañerías de drenaje de su tina? Con estos comunistas todo era posible. Aun así, prefirió no ordenarle al cabo que dinamitase su baño. Esa orden podía mal interpretarse.  Durante los meses siguientes estuvo tan aturdido que firmó las listas de fusilados y de deportados a Drancy sin darse cuenta que faltaban algunos nombres. Le puso un cero de más a un cheque y llegó a la hora precisa solo que un día después, a un meeting con líderes de la Wehrmacht.
El Oberstgeneral lo había convocado hacía una semana para una conversación amigable. Le insinuó  que lo notaba cansado y le recomendó tomar vacaciones. Esa propuesta lo hirió como si le hubiesen arrancado los grados frente a un escuadrón. ¡Él jamás estaba cansado!
¡Qué humillación! A pesar de la incredulidad de jefes y subalternos, él sabía que tenía razón. ¡Ingenuos! ¡Todos unos naïven!
Cada día, al ingresar al hall del Ritz, echaba una ojeada disimulada a la araña de la entrada, un candelabro que pesaba una tonelada, para ver si oscilaba, fijaba la vista en los vitrales tratando de descubrir el pasaje de una sombra sospechosa y daba golpes con los nudillos en las columnas de mármol verdes para verificar si alguna era hueca.
Decidió seguir enfrentándose al enemigo solo. Lamentablemente, cada vez que levantaba una pierna para instalarse dentro de la artesa, sus testículos y sus nalgas se contraían. Deprimido, pospuso las investigaciones para más tarde y le pidió a Mademoiselle Fannie, la nueva mucama, que dejase siempre el tapón de la bañera colocado.
Como es bien sabido llenar una tina demora diez minutos más, y desde ese día el general tuvo que despertarse a las cuatro y cincuenta. La repercusión inevitable de este cambio de horarios fue la preparación de su café a las seis menos diez.

NB: ¿Quizás el general Von Edelstein  no estaba delirando?  Después de la victoria de los aliados y la liberación de Paris se descubrió que el barman, Frank Meier, había falsificado su descendencia judía y, respaldado por el dueño del hotel, había ocultado a resistentes en los sótanos y habitaciones secretas del Ritz. 

DESPECHO
por Vera Luna
Nos encontramos las dos parejas en las escaleras del restaurante.  El aire se paralizó. Mi mente volaba, corría, se estampaba contra las paredes sin salida... ¿Qué hago ahora? ¿Qué hago?

El apretó a su acompañante contra la cintura y yo, por el contrario, le solté violentamente la mano al mío. Mis sienes latían enloquecidas mientras el corazón galopaba huyendo de mi cuerpo, lejos de aquel momento fatídico donde la casualidad más negra nos puso a los dos frente a frente después de tanto tiempo.
El azar era injusto conmigo. Me puso a mí debajo de la escalera:  nunca es lo mismo mirar hacia arriba. Desde el peldaño superior, él me vería más pequeña y suplicante, como mirando a un santo.

Ellos se iban y para mi empezaba una noche terminada de antemano. Tendría que hablar aunque quisiera callarme.  Tendría que comer, a pesar de mis ganas incontenibles de vomitar.
Ellos se iban... ¿A dónde? Tuve miedo que mis pensamientos tuvieran voz.
Presenté a mi pareja como quien informa de una medicina que no hace ni estragos ni milagros, un paliativo para el aburrimiento. El en cambio, volteó hacia ella, la apretó tan fuerte contra su pecho que sus rostros se rozaron, se miraron un siglo y mientras tanto el mundo se detuvo bajo mis pies... hasta que pronunció su nombre: -Renata- dijo- y no hizo falta nada más. Sin títulos. Con solo evocar su nombre  la desnudó, la besó, se arrancó la camisa, la tomó de la mano y echaron a correr  sin ropas ni vergüenza, exhibiendo su amor recién estrenado.
Ella se dirigió a mí entornando los ojos como si intentara recordar algo que le escapaba de la memoria:   -Ah! ¿Entonces tú eres... Ana?-
Sentí que lo vió todo, hasta mis más intimas miserias. Me sentí transparente y frágil como el cristal, ínfima, muerta de miedo y con unas ganas locas de escapar del juicio que encerraba su sonrisa condescendiente.
No me atreví a parpadear. Mis ojos eran vasos repletos de agua colgados de mis pestañas. Temí que al menor movimiento se desataran las lágrimas sin poder detenerlas. Las sostuve, inmóvil, en un acto de malabarismo.
Dos minutos duró el encuentro. Me dio tiempo de morir y de querer matar...
La escuché murmurarle al oído mientras bajaban  -La verdad es que me la imaginaba de otra manera...-
También, me sobró el tiempo para desear no haber nacido.


CHIQUITA
Por Aaron Kandel

Cumplo años, los 15.  Mamá insistía en hacerme una  fiesta importante en una confitería del  centro: “la fiesta de quince”, toda una institución.  Todos  las  chicas  en el  barrio  no dejaban de festejarlos, todas  de  manera parecida:  bailando, saltando y tirando la casa por la  ventana  hasta  altas horas de la mañana.  Atrás quedaban los cumpleaños  a las 5 de la tarde, con chocolate, churros  y esa sensación  de  que el tiempo no transcurría  y que no había ningún cambio  para festejar.
Estaba convencida de que “la fiesta de quince” no era para mí.  Pensaba y pensaba  sin pausa. En mi cabeza rondaban ideas nada optimistas por cierto. Desesperadas y fatídicas.   Vivir... ¿para qué?  Entonces... ¿una  fiesta? Ni  siquiera lo pienso y en verdad no la quiero.  ¿Qué vestido me pondría? ¿Qué  sandalias  en mis piernas muertas, inertes, escuálidas?  ¿A qué  compañeros  invitaría  si jamás había ido a la escuela?
Solo podría “lucir" la  nueva  silla de ruedas, veloz como un avión,  modelo  a propulsión, regalo de mis hermanos  mayores.   ¡Qué horror, Dios mío!   No han tenido suerte con esta hermana que llegó con  doce años de retraso y se ha convertido en una carga...  Me sentía desposeída.  Me agarraba  la cabeza, aferrándola, por temor a  perderla también.
Ya no saben qué hacer conmigo para distraerme...  el  mal  se  pegó a mis piernas, sentada todo el tiempo, aburridísima,  tejiendo pañoletas  y  guantes de lana.  Y  tejiendo sueños  imposibles y  largos  echarpes  de color rojo, mi predilecto.  Tejía metros y metros de echarpes coloridos...
Año  tras año,  posponía mis sueños... ¿el milagro se acordaría de mí  tal vez? Mis  ojos  volvían a ponerse húmedos y tristes.  Así  pasaron  los primeros  años del  jardín de infantes  al que no concurrí.  Estaba  vedado  para  mí.  Lo sabía muy bien.
En días soleados me detenía para  mirar lo que ocurría fuera de casa. ¡Cómo envidiaba a los otros niños!  Les gritaba internamente: ¡qué felices sois!  De tanto mirarlos  y admirarlos,  algunos  se convirtieron en mis amigos. Me fascinaba  mezclarme con ellos, como si fuera una más.  Con  Karin,  o Moño y Clarinete, era con quien mejor me llevaba.  Al  igual  que con  Gastón, que para mí era “bastón” y  Ponchi o Conchi  o  “Monalisa”. La llamé como la del cuadro que colgaba sobre la cómoda de mamá.  Yo mantenía conversaciones “mentales” con ellos, no me escuchaban, hablaba en realidad conmigo misma... ¡Cómo  envidié a esos  niños!  Sus madres y padres los llevaban y  traían  del jardín de infantes, a veces colgados de sus espaldas, como monos graciosos.
A  la mañana  jugaban en el  parque lindero,  entre  árboles  y flores  variadas  y  se divertían sin descansar un instante. Con la vista puesta en esos sueños imposibles,  me revolcaba  y saltaba con  ellos también. ¡Qué alegría  pasaba por mi alma!  ¡Qué contenta estaba!   No dejaba de llamar a mi  madre  y a mis hermanos, para contagiarles la esperanza:   todavía no está todo perdido. Encerrada  en mi  casa,  grande pero muy íntima, que  recorría a lo ancho y a lo largo en silla de ruedas,  miraba hacia lo alto de la higuera  e imaginaba  que podía  trepar en ella, hasta su altura indescifrable.

El año de mi ingreso a la primaria fui  con mis padres  a  la librería  para comprar todos los útiles del primer grado.  Volvimos con una  cartera repleta.   Fueron horas sublimes,  que  no olvidaría  jamás.  Iba   a  empezar  el primer grado.  La Señorita Rosa, la primera maestra, era un ángel:  todos se desvivían por  ella.  Se anticiparía para darnos  la bienvenida – imaginé- nos recibiría con una flor y un beso y nos indicaría el asiento  que  íríamos  a ocupar.  Mi mamá  me habia vestido  con el guardapolvo  blanco, me quedaba  divino.   Pero minutos antes de las 8, cuando creí que estábamos por salir,  golpeó a la puerta de casa...  una maestra domiciliaria.

Mis ojos se nublaron y unas lágrimas cayeron involuntarias cubriendo mi rostro. Las voces del colegio,  del grado de  la Sra. Rosa,  las escuchaba vagamente.  Hacía esfuerzos inhumanos para levantarme y correr  hacia  allá,  seguro  que  me perdonaría el retraso...
-Mi nombre es Ana – así se presentó la mujer que irrumpió en mi casa- tu maestra de primer grado. Estoy  segura de que  serás una buena alumna .  Hoy  trataremos de familiarizarnos  con  el uso de  los  útiles –escuché que decía -  En el cuaderno haremos  una página de  redondeles y bastones lo más  rectos posibles...  Me sentí desposeída también de las piernas... y también de la escuela.  ¿Fiesta de quince?  ¿A quién iba a invitar?
………

Habían pasado diez años  desde que Chiquita se fue a los cielos. Estaba  parado  ante su mausoleo de  piedra,  frío e impenetrable, que  me arrancaba  una  tremenda tristeza y  una gran culpa... ¿por qué  tuvo que  sucederle  a  mi hermana  menor?  Allí  parado,  seguía escuchando una y otra vez, las palabras que dejó grabadas en  el “compact”  dos días antes de morir.  En ese legado póstumo  sus recuerdos  más  íntimos los dedicó a su escuela primaria,  esa a la que no concurrió pero tanto anheló en  su  corta vida.  Por lo menos, hubiera  querido concurrir a  primer  grado  con la Sra. Rosa.


A FORMIGA (Cuento en Portugués)
Por Lucía Wasserman  

QUANDO OS VENTOS DO NORTE COMEÇARAM A SOPRAR FORTE, AS CHUVAS AMEAÇARAM E A TERRA UMIDA BROTOU COGUMELOS, SABÍAMOS QUE DEVERIAMOS PARTIR.
INICIO DO OUTONO.  CADA ANO NESTA ÉPOCA, ANTES DO FRIO SE TORNAR MAIS RIGOROSO, DEIXAVAMOS NOSSO ACAMPAMENTO, PROCURANDO NOVOS DESTINOS.
HAVÍAMOS TRABALHADO DURO TODO O VERÃO, ACUMULADO E ARMAZENADO A COMIDA E OS VÍVERES QUE IRIAM ASSEGURAR NOSSA SOBREVIVENCIA NO RIGOROSO INVERNO QUE SE ANUNCIAVA.
HAVÍAMOS TAMBÉM GOZADO DO SOL, DA VEGETAÇÃO LUXURIANTE, E DOS MANANCIAIS DE ÁGUA QUE NOS CERCAVAM.
VIVIAMOS FELIZES, E A IDEIA DE ABANDONAR AQUELE PARAISO AMEDRONTAVA.
NOSSA COMUNIDADE ERA GRANDE E DIVERSA. COMO TODOS OS GRUPOS, HAVIAM OS DIRIGENTES E OS VASSALOS, OS RICOS E OS POBRES, OS OBEDIENTES E OS REVOLUCIONARIOS, MAS DE MODO GERAL, CONVIVÍAMOS BEM, RESPEITANDO OS GOSTOS E INDIVIDUALIDADES DE CADA UM.
NOSSO CHEFE ERA UM FORMIGÃO ESBELTO E ATLÉTICO, E NOS COMANDAVA.ELE É QUEM DIRIGIA NOSSOS DESTINOS.
CAMINHÁVAMOS. HORAS DE MOVIMENTAÇÃO, SUBINDO E DESCENDO MORROS, ÁREAS PLANAS, SERPENTEANDO COLINAS, ULTRAPASSANDO OBSTÁCULOS, QUE SE ENCONTRAVAM A NOSSA FRENTE.
QUANDO VENTAVA OU CHOVIA, E AS FOLHAS CAIAM ERA UM PESADELO. TÍNHAMOS QUE AJUDAR OS IDOSOS, QUE POR TEREM PERDIDO A AGILIDADE DAS PERNAS, FICAVAM PARA TRAS.
EU TRATAVA DE SER A ÚLTIMA FORMIGA DAQUELA GRANDE CARAVANA. ERA INDIVIDUALISTA, E TOMAVA A LIBERDADE DE ME DESGARRAR DO GRUPO, E PRAZEIROSAMENTE ADMIRAR AS PAISAGENS AO MEU REDOR, RECOLHENDO AQUI E ALI, TUDO QUE PUDESSE CARREGAR EM MINHAS COSTAS.
OS MACHOS FORTES E MUSCULOSOS ANDAVAM NA DIANTEIRA, SUSTENTANDO PESADOS FARDOS DE MANTIMENTOS.
QUANDO ESCURECIA PARÁVAMOS. ERA ENTÃO QUE O CONSELHO DE ANCIOES SE REUNIA, DISCUTIA E ARGUMENTAVA, APONTANDO AS VANTAGENS E DESVANTAGENS DE ACAMPAR A NUMEROSA CARAVANA NUM IMOVEL VAZIO OU HABITADO
-NUMA CASA VAZIA TEREMOS MAIS OPORTUNIDADE DE IR E VIR, SEM QUE NOS INCOMODEM. SEREMOS LIVRES E AUTONOMOS.
-MORREREMOS DE FOME, ALGUEM GRITOU. JA PENSARAM, DEPOIS DE UMA FORTE NEVASCA SAIR A PROCURA DE COMIDA! 
-DIGO E REPITO, FALOU O CHEFÃO, NUMA CASA HABITADA, APESAR DOS RISCOS DE SERMOS DESCOBERTOS E LEVARMOS UM BANHO DE INCETICIDAS, TEREMOS ALIMENTAÇÃO COM FARTURA...
-TEREMOS QUE NOS CONFORMAR, E SAIR E PASSEAR AS ESCURAS, E AGIR DESPERCEBIDOS, QUANDO TODOS ESTIVEREM DORMINDO, ACRESCENTOU A MATRIARCA DO GRUPO.
OS CAMPOS E A VEGETAÇÃO DE OUTONO DERAM LUGAR AS RUAS E AS ESTRADAS PAVIMENTADAS, E A CIRCULAÇÃO INCESSANTE DE CARROS E GENTES.CAMINHAVAMOS COM CUIDADO, RECEOSOS DE QUE ALGUEM FOSSE EVENTUALMENTE  ESMAGADO.
FINALMENTE, DECORRIDOS ALGUNS DIAS, ENCONTRAMOS  A CASA IDEAL PARA NOS INSTALAR.
ERA NOITE, E INVADIMOS SILENCIOSAMENTE AQUELA MORADA, ATRAVESSANDO O JARDIM, NOS AGACHANDO SOB A PORTA PRINCIPAL.
EU CURIOSA, REPARAVA NOS MOVEIS, NOS LUSTRES, NOS TAPETES,NA CONSOLA ONDE COLOCAVAM A COMIDA, ASPIRANDO EM MINHAS NARINAS SILVESTRES, AQUELE CHEIRO DE GENTE RICA. ESTAVA FELIZ!
A GRANDE CARAVANA SE DIRIGIU A UM PROFUNDO BURACO NO RODAPE DA COZINHA, NOSSO REFUGIO PROVISORIO, E LÁ NOS INSTALAMOS.
AGORA ME SENTIA MAIS LIVRE DO QUE NUNCA. NÃO TINHA QUEM ME CHAMASSE A ATENÇÃO E PODIA CIRCULAR LIVREMENTE POR ONDE ME APROUVESSE.
OS VETERANOS ME ADVERTIAM. CUIDE-SE! VOCE NUNCA PODE CONFIAR NESTES HUMANOS...
ESTÁVAMOS JUNTO A COZINHA. COMIDAS E BEBIDAS NÃO FALTAVAM.
MIGALHAS DE DOCES E SALGADOS ESPALHADAS PELO CHÃO, EU AS ACUMULAVA NUM CANTO PRIVADO, E ME DELICIAVA.
MINHA MAIOR DISTRAÇÃO ERA ME MISTURAR COM A FAMILIA E SEUS CONVIDADOS, DEBAIXO DA MESA, QUANDO NAS FARTAS REFEIÇOES, OLHAVA  E ESCUTAVA AS CONVERSAS, AQUELES CORPOS ENORMES RINDO, FALANDO, COMENDO, SOLTANDO PEIDOS DISCRETOS, E EU FICAVA ATENTA DE OLHO ABERTO, PARA ALCANÇAR A PRIMEIRA MIGALHA.
FOI QUANDO VI ROLAR NO CHÃO UM PEDAÇO DE PÃO. FIQUEI TENTADA. ME APROXIMEI DE MINHA PRESA. TRARIA ELA INTEGRALMENTE AO GRUPO. SERIA A HEROINA DO DIA!
TINHA QUE AGIR RÁPIDO, DISCRETAMENTE, ANTES QUE A MÃO O RECOLHESSE.
A DOIS CENTIMETROS DE MINHA META, ME DETIVE. FIQUEI EM ESTADO DE ALERTA. ENTÃO DO ALTO SE ABRIU UMA MÃO FEMININA, E AGARRANDO A MIM JUNTO AO PEDAÇO DE PÃO, ME ENVOLVEU COM ELE, E LEVANDO SEUS GORDOS DEDOS A BOCA DE UM SO GOLPE NOS ENGOLIU.
NÃO SEI SE MORRI, OU QUASE MORRI...


KAPARA
Por José Charbit

En el patio chico, con una escalera dudosa que llevaba a la terraza, sucedía todos los años el mismo ritual:
-Dejen de matar a esas pobres gallinas, que no le hicieron mal a nadie! – gritaba el mayor de los chicos.
-Es una tradición-  respondía el padre con paciencia.
-¡No, papá!   Otra vez no- rogaba la hermana mayor, cansada de tener que soportar año tras año la misma ceremonia.
Pero el padre, con el rostro serio, como quien no escucha otra voz que no sea la propia, le ordenó al Rabino que proceda.
-Comience, Rabino Angel.

El círculo de chicos formados de mayor a menor, observó el espectáculo mas siniestro. En el medio se encontraba el sacerdote, con su vestimenta especial para estos casos, preparando a la gallina, de la cual su sangre iba a servir de Kapara para ese año que empezaba. Exactamente entre el Año Nuevo Judío Rosh Hashana y el Día del Perdón Iom kipur.
Después de darle varias vueltas sobre la cabeza de cada uno de los chicos, el rabino procedió a cortarle el cogote a la pobre ave y cuando la sangre salía a borbotones de su cuello, casi escapándose de sus manos temblorosas, la untaba sobre sus cabezas chiquitas.  Ellos sentían chorrear por su cabello el denso liquido rojo, que acababa de salir de un cuerpo recientemente vivo.
Despues de las bendiciones correspondientes: "Que este animal  sirva para purificarnos de toda nuestras culpas, que tengamos un año lleno de felicidad, prosperidad y mucha salud", se retiraba el rabino con su traje blanco manchado de rojo, y unos cuantos billetes en la mano.
Uno de los mas chicos, con lágrimas en los ojos, miró a su hermana mayor como preguntándole "¿por qué?"

La madre se quedaba adentro en su dormitorio para no tener que asistir a tan triste ceremonia.  Si por ella fuera, nunca lo hubiera permitido pero la tradición era mas fuerte que su fatua opinión y su marido también.   Su suegra, se encargaría del resto.
Los chicos quedaban con cierto trauma, año tras año. Sin importar mas nada que la tradición, la religión, y las buenas costumbres.
De preguntarle a Dios, probablemente estaría de acuerdo con el padre. De preguntarle a la madre, seguramente mandaría al rabino a todos los diablos, al marido, a la suegra… y a Dios también.


ÚLTIMO  ACTO
Por Pedro Muñoz

-Solo nos queda rezar- murmura mi hermano, la frente apoyada en el cristal que lo separa de la unidad de cuidados intensivos en la que padre agoniza. Su cara arrugada es una perfecta mezcla de compasión y tristeza.
-Perdón, que tú no rezas- ironiza sin sonreír y sin perder de vista el rostro oculto por la máscara de oxígeno.
-Tiene pocos efectos prácticos – razono.
-Al menos está rodeado de los suyos- replica 
-Morimos siempre solos- no puedo evitar contradecirle. Esta vez me mira y en sus ojos veo la desesperación del náufrago
-Me voy a fumar un cigarro- digo, para impedirme privarle de cualquier espejismo de consuelo. 
Sé que él tampoco  tiene esperanza.

Llevamos días encadenados a ese cuerpo entubado que lucha por su último aliento después de plantarle cara durante meses a la enfermedad. La imagen de su sufrimiento ha eclipsado todos mis recuerdos de él. Ese despojo ha ido consumiendo al hombre que yo conocía.
Mientras recorro los pasillos del hospital en busca de la salida me cruzo con familiares y personal sanitario. Charlan, trabajan, se ocupan de sus asuntos ajenos a la batalla definitiva que tan cerca libra mi padre.
Te mueres y mañana el mundo continúa dando vueltas y la gente sigue leyendo la prensa deportiva. ¿Y tus seres queridos?  Enseguida recuperan su rutina y olvidan esta pesadilla de batas verdes y olor a desinfectante ¿Y después, cuánto tiempo pasa hasta que tu fantasma deja de visitarles en sus sueños?
Desengáñate, esa rabia solo está en la cabeza de los que no sienten el aliento de la parca en su propio cuello, cuando tenemos tiempo para inventar religiones o sus sucedáneos laicos, todas esas ideas bálsamo acerca de la muerte: volver a la tierra de nuestros padres, morir de pie, un cementerio en lo alto de la colina, cenizas aventadas en un acantilado…
Desde luego esas imágenes no suavizan el trago a la hora del embarque a orillas de la laguna Estigia. En el momento de la verdad, al único protagonista se le olvida siempre el guión imaginado para ese acto final.
¿Y Dios? ¿Les sirve de verdad también en ese trance a los creyentes?

Por si acaso, creo que prefiero morir sin testigos. No haré como aquellos libertinos que se rodeaban de espectadores para evitar que, por pura vergüenza, en su agonía reclamaran los santos oleos. Me quedará un as en la manga, sonrío para mi mismo.
¡Pero bueno, estoy cayendo en el mismo error! Intentando escribir la partitura del movimiento final. Morir solo, sin aparato, no es más que otra escenografía, más sencilla, minimalista que dicen ahora, pero igual de teatral.
Hace frío fuera en esta tarde desapacible de otoño. Mientras apuro las últimas caladas  me vuelve la imagen angustiosa de mi padre intentando llenar sus pulmones de aire. Me prometo que ese cigarrillo será el último y vuelvo destemplado escaleras arriba.

Al llegar de nuevo a la planta, distingo al fondo del pasillo a mi hermano que se abraza a su mujer mientras esconde el rostro en su cuello. Miro a través del cristal y veo a las enfermeras desentubando el cuerpo definitivamente inerte y retirando las máquinas que lo sostenían amarrado a esta orilla.
Observando su rostro irreconocible todavía sin cubrir, la primera sensación de orfandad llega como la puñalada de un cuchillo de piedra.
-Padre...  ¿por qué me has abandonado?- rezo la oración más antigua.
Y el hombre que conocí vuelve a mí. 



LA MATACANDELAS
por Mariluz Rivera Sierra

Cuando las calles del pueblo desbordaban de gente, cuando todos celebraban a ritmo de cumbiamba aquel día de independencia en “El Eje del Café”, caserío cálido y bochornoso del trópico, Carmen  
-negra alegre y gorda- bailaba en aquella plaza de pueblo de selva.

Acalorados, gritaban dislocados y bebían libertad. Si hasta parecía que las hojas de los árboles también querían danzar. Y Carmen en medio, cual reina y señora, deleitaba a los hombres de la región con el dulce vaivén de sus caderas a ritmo de tambores y antorchas encendidas. Intocable, lo sabían: Carmen era vida y muerte a la vez. 

Esa noche conoció a Mario, pescador de bahía y negociante de pescado en la región.  Le decían “amigo de confianza” al forastero, que venía regando copas de ron que, por supuesto, solo él pagaba. De apariencia bonachona y abrazando los cuarenta, casado y con dos hijos, nunca conoció el verdadero sabor de los lazos de unión. Viajero adicto, veía a su familia cada año por cuaresma y era la primera vez que -en busca de nuevos clientes y aventuras- ponía sus pies y ojos en las tierras de Carmen.   El Eje del Café, era conocido por sus problemas de orden público y leyendas de tragedia, pero eso lo tuvo sin cuidado: Mario no pudo dejar de ver en Carmen esa ternura de carnes de veinte, esa sensualidad de joven dueña de una piel que quema.

Se enteró que a Carmen le decían “la matacandelas”:  encendía los fuegos que después fríamente apagaba.  Esa idea, en vez de alejar a Mario, le produjo el deseo infinito de conquistar a esa mujer.  Anheló ser atrapado por ella, verse envuelto en sus piernas y dejarse morir allí.  
Se propuso cortejarla toda la noche.  Ella, que no cedía espacios a sus víctimas de amor, ni corta ni perezosa, se dejaba halagar por aquel visitante, aceptando sus invitaciones a copas del mejor ron.  Era un monumento al mestizaje, una diosa agrandada por el calor del trópico y una rica dieta de frijoles y plátano. A su lado Mario era solo Mario y más pequeño en realidad, frágil y apocado.  
Sin decir ni una palabra Carmen lo tomó de la mano y lo invitó a que la siguiera por la pequeña calle oscura cuesta abajo de la plaza principal.  Una calle de tierra y años perdidos en el tiempo de un pueblo donde -al parecer- no pasaba nada más que el viento que arrastra las hojas y menea a los arboles.  En esa tibia noche, llevado por la mano de Carmen, Mario estaba seguro que todo lo que había escuchado sobre ese pueblo no eran más que rumores. Con ella a su lado y el vaivén de los arboles, él solo sintió estar en las puertas de la gloria de Dios.
La gloria de Dios vivía en un pequeño bohío a las afueras del pueblo, un espacio tan minúsculo que no podría albergar a dos humanos con tanta pasión. A la luz de las velas y la noche callada, Mario, curioso, miró a su alrededor. Un tablón por mesa, con una sola silla, un solo plato, una sola taza y una sola cama, delataban la soledad de su nueva amiga.  

Afectado por lo que veía, Mario habló con el corazón:
-Mañana no va a recordar lo que e’ la soledad -prometió-.
Carmen desvió una mirada fría y antes de besarlo, siseó:
-Vo’ tampoco.

El fuego se avivó en aquel bohío pobre, mientras el pescador de bahía, se abrazaba a las brasas de la gloria de Dios. El olor a hombre acalorado, inevitablemente, enfundó a Carmen en los recuerdos, mientras recogía los cultivos sembrados que la tragedia le dejó:  se había convertido en una adicta a su soledad y había pagado un precio muy alto por ello. Era “el propio verdugo” de su mundo y de sus acciones desde que era niña, desde que sobrevivió a siete violaciones en tres días, mientras veía como torturaban a sus padres.  No creía más que en su ley, que había impuesto a todo el pueblo a punta de sangre y dolor.
Inmerso en lo profundo del vientre de Carmen, el hombre de mar ni notó que tocaba el borde de un abismo. En cuestión de segundos, entendió que la llama de su vida estaba en manos de Carmen, "la matacandelas".  Vio un frío fuego en sus ojos mientras le apuntaba con un arma, vio que era frio porque ella no se inmutaba, vio que era fuego porque cuando Carmen le disparó, la chispa del disparo se reflejó en sus ojos. 

Mario se vio tan muerto como la mirada de Carmen la negra, la gorda, la bailarina de la cumbiamba. Balas danzan, viajan a ritmo de selva, inquietas, disparadas con intención, por nada.   
Sólo porque la vida, no había sido un jardín de rosas para Carmen.


ITALO,  EL  COLECCIONISTA  DE  AÑOS NUEVOS
Por Vivian Schultz

-¿Me puedo sentar en este banco al lado suyo? ¿No le molesta mi cigarrillo, verdad?
Vi que usted también fuma. Lindo día... ¿Demasiado tráfico?  A mí no me molesta... ¿Muchos extranjeros? A mí me fascina... ¡Trabajo en una compañía tan cosmopolita! En mi laboratorio hay un sirio, un hindú y dos mejicanos. El mes pasado llegó incluso un tibetano.
Vivir en la capital me encanta. El único clavo ha sido siempre mi esposa. “Que no me quiero quedar viuda, que tú botas más humo que el Vesubio”...  Me volvía loco. Yo le explicaba: “¿Sabes a cuánta gente que jamás ha fumado le ha dado cáncer del pulmón?  A muchísima”. 
Pero Maria Concheta, dale que dale.
¿Conoce usted lo que replicó el chelista Pablo Casals?  Un periodista le preguntó: “Maestro... ¿cuánto fuma usted?” “Lo máximo que puedo” -respondió-. ¿Cree usted que esa broma la hizo sonreír?  No.
Con tanto rechanque y matraqueo me dejó exhausto. A fin de año, le estoy hablando del 2010, tomé una decisión irrevocable.
“El primero de Enero del 2011 dejo de fumar”.
Y así fue.  Desde medianoche hasta las dos de la madrugada ni un solo cigarrillo. Dos horas seguidas.  De acuerdo, no duré demasiado, pero no está tan mal para un principiante...

–¿Otro cigarrito?  Ocho meses más tarde le pedí el encendedor a un colega. Se llama Rubén Kaplan. El pobre, es judío. “¿No era que habías dejado de fumar?” -curioseó ese metiche-. “Lo pospuse  para Enero del 2012”  gruñí. “¿Por qué tanto tiempo?” -insistió-. ¡Qué caradura!  -pensé- ¿Qué iba a decirle, "año nuevo, vida nueva"? Me quedé callado. De repente los ojos le chisporrotearon y me propuso: “¿Sabes qué?, la próxima semana celebramos Rosh  Hashaná, el año nuevo judío. ¡Venite a casa a cenar!   Quien sabe... con un año diferente...”

Rubén tuvo razón. Además, la sopa de pollo estaba saladita como a mí me gusta.  Eso sí... el pescado... una bola blanca en medio a una masa gelatinosa... María Concheta me dio un tal puntapié bajo la mesa que no me quedó más remedio que hincar el tenedor.  Después pollo, más pollo, ensaladas, postre. El pastel de miel estaba seco y me atraganté. Pero ojo, fue una bendición, pues durante las primeras dos horas y media del 5772 tosí tanto que no pude salir al jardín a fumar. 
¿Usted cree que mi esposa me felicitó?  ¡No!  Justo cuando me preparaba a jalar la primera pitadita del año, María  Concheta se me apareció.
“¿No juraste que tu decisión era irrevocable?”
Le contesté la verdad:
“Irrevocable sí, mi amor, pero no impostergable.”

¿Otro cigarrito, señor?
El 5 de noviembre logré que el sirio me invitase al “R'as as-Sana”, el año nuevo musulmán. Las primeras dos horas y cuarenta minutos del 1432, privación total, absoluta.  
El 15 de Noviembre del Diwali, el año nuevo hindú, durante dos horas y tres cuartos, nada de nada. ¡Sí señor! Y unos meses más tarde, a inicios del 4712 del año del dragón, estuve limpio durante ¡173 minutos!  Comí cinco enrollados fritos y encendí cuatro linternas rojas sin darme cuenta que aún no había prendido ni un cigarrillo.
  
Pero María Concheta no compartía mi entusiasmo.  El primer día del jaguar del 5000 en el calendario azteca, o si usted prefiere, el octavo día lunar  del 2548 en el tibetano, a mi esposa le dio un patatús. ¿Que cuándo? ¡Hombre! el 14 de  Marzo del 2013, el berrinche que armó. “¡Italo, ya te dije que no me quiero quedar viuda! ¡Te va a dar un infarto al corazón de tanto cigarro!”  Estaba roja, los ojos le lagrimeaban, las venas de las sienes le latían.  Antes de caer tiesa al piso, le dio hipo y le salió una espuma verde por los labios. La enterramos en el Cementerio de la Santísima Concepción.   No, aún no he puesto la lápida:  no logro decidir su fecha de nacimiento y de defunción.

Seré viudo, pero no desisto de mi campaña antitabaco.  Promesa, promesa es.  Todos los meses hay más de un círculo rojo en mi calendario. Por ejemplo, este 14 de Enero, un compañero ruso me invitó al año nuevo de la Iglesia ortodoxa. Ni la intoxicación de pollo israelita ni el vodka moscovita me hacen perder de vista mi objetivo. Hice que me invitaran también al Losar tibetano, al TET vietnamita, al Nouruz iraní, al Yancuic Xihuiti azteca y a muchos más. Siempre con mi reloj, cronometrando los minutos hasta la encendida del primer pucho del año.

Le diré. No existe en la tierra abstemio más empedernido que yo. El año pasado, viví sin fumar sesenta y dos horas contra 60 del año anterior. A este paso dejaré totalmente de fumar para la edad de 133 años.  ¡Quién lo hubiera predecido!

Pero me ha quedado una duda.  Es sobre una observación que hizo Rubén la semana pasada, el 24 de setiembre del 2014.  Disculpe, me refería al primero de Tishrei del 5775.  Estaba festejando la cena de Rosh a Shana en su casa y antes de hincar mi tenedor en el gefilte fish, le dije emocionado  lo de los 133 años. Rubén me miró, sonrió, e hizo un comentario que no entendí.
-“Italo, tú dejarás de fumar... ¡sólo cuando llegue el  Mesías!”


Nota de la autora:  inspirado en Italo Svevo, escritor italiano. En el 1923 publicó la novela 
“La consciencia di Zeno”, que empieza con los intentos del protagonista para dejar de fumar.

1 comentario:

  1. Querido amigo muy Conmovedor el relato de Chiquita
    Lo Había leído ya pero como un clásico…siempre impacta cundo lo volves a leer.
    Y esta es una excelente oportunidad para felicitarte por este logro.
    Personalmente, siempre me faltas en clase, con ese espíritu de chico travieso
    que no acepta las reglas establecidas y se revela… sonriendo burlón
    Un abrazo
    N.Gilboa

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